viernes, junio 23, 2006

La educación académica: un dios de hojalata (ii)

La acusación básica que hace A. S. Neill a la educación académica es que es antivida. Ser antivida significa mantener una posición de rechazo o incluso de odio hacia la vitalidad, la energía espontánea que nos impulsa a crear, soñar, reír y, en definitiva, autorealizarnos. La actitud antivida en ocasiones se manifiesta con odio o rechazo pero también con la cautela o frigidez hacia los placeres de la vida. En este post voy a analizar como esta actitud antivital está presente estructuralmente en el sistema de formación académica.

Esta actitud de rechazo a la vida es la que ha convertido el conocimiento en algo gris y muerto; es la actitud que prioriza la subordinación y la disciplina formal sobre el amor al saber. Este afán antivital es el que ha conseguido que sea progresista alargar la educación obligatoria (no imagino dos conceptos más contradictorios) hasta edades cada vez más elevadas. Pero pasemos al análisis de la presencia de la antivida en la enseñanza.

A nuestro entender la actitud antivital es algo que, desgraciadamente, no sólo está presente en la educación sino también en la cotidianidad de nuestra vida social. De todos modos aquí nos vamos a centrar en el daño que la antivitalidad hace a los niños y a los adolescentes que se educan bajo los dictados de el sistema de “formación del espíritu democrático” en las actuales democracias burguesas. Esta antivitalidad se muestra principalmente como:

· Odio a la risa.
· Odio al amor.
· Odio a la curiosidad.
· Odio al odio.
· Odio a la libertad.

El odio a la risa: ¿porqué molesta tanto al profesor que nos riamos en clase? Cualquiera puede racionalizar este odio de la siguiente manera: “la risa interrumpe la clase, no deja que se desarrolle el curriculum de la asignatura y perjudica el progreso académico”. No podríamos estar más de acuerdo. La risa, la charla, las bromas y el ruido en general se pueden convertir en un elemento disruptivo de la convivencia; evitar esa disrupción es el deber del docente. Si el alumno ríe, habla o juega en clase lo hace por que no le interesa la clase y de esto es responsable prioritariamente el sistema educativo obligacional y secundariamente el docente.

Pero no hablamos de la risa disruptiva sino de la risa natural que puede surgir por algún comentario puntual entre los alumnos, un error del profesor, hechos externos al aula (gritos bromistas de otros alumnos fuera del aula por ejemplo) etc. No admitir la posibilidad de interrupción de la enseñanza por un hecho así es claramente antivida. La idea estúpida de que el alumno que ríe continuamente es un imbécil o un provocador es claramente antivida.

En muchas ocasiones esas risas las provoca involuntariamente el mismo profesor como dijimos: un error, un tropiezo en la tarima, una mancha de tiza en la cara etc. Algunos justificarán aquí la ira antivital del profesor ya que se ríen “de él” y no “con él” pero a mi esa justificación se me antoja bastante hipócrita. ¡Qué ego tan débil y mezquino aquel que no es capaz de reírse de uno mismo! A grandes sectores de la docencia se les llena la boca con el concepto de “dignidad profesional del profesorado” cuando esa “dignidad” es una construcción defensiva de un ego indigno: es la soberbia y no la “dignidad profesional” lo que se defiende.

No me importa que alguien se ría de mi, de mi trabajo, de mis errores y de mis defectos morales; si alguien ríe rió con él. Así vivo y quien me conoce sabe que su risa nunca será una agresión para mi sino una invitación a la vida.

El odio al amor: este odio al amor se muestra menos en el aula pero se refleja continuamente en la tipología del adolescente que nos muestran los órganos de propaganda democráticos. El adolescente y preadolescente ama con intensidad, en ocasiones de un modo desinteresado (platónicamente) pero para los paladines de la antivida, ese amor es inmaduro; esa inmadurez es lo que hace al amor adolescente tan intenso, tan puro, tan ingenuo... No puede haber mejor y más repugnante ejemplo de lo que es la antivida que esta mentalidad.

Quien a perdido la capacidad de amar por cobardía o soberbia es incapaz de entender la capacidad de amor pura que tiene el adolescente, el joven y el hombre libre en general. Para la persona “madura” el amor es siempre sensato y razonable. Para “los mayores” la intensidad en el amor es directamente proporcional a la inmadurez de los amantes. Pero yo sospecho que tras estos juicios y estas risas de superioridad se ocultan la amargura y el autoengaño. Como dijo la zorra que no podía alcanzar las uvas “¡ No las quiero, están verdes!”.

Este odio al amor se manifestó durante siglos en la división de sexo en los centros de enseñanza y hoy se manifiesta tras el desprecio de la falsa condescendencia. Derivado de este odio al amor es el odio al sexo pero, analizando este camino llegaríamos más allá de las intenciones de este post.

El odio a la curiosidad: la enseñanza debe potenciar y alimentar la curiosidad, irónicamente, en muchas ocasiones el alumno que pregunta al profesor es un pesado, un pedante, intenta lucirse ante la clase o poner en evidencia al docente. Este odio a la curiosidad o, al menos, cautela ante ella, es otro ejemplo de la antivida que impregna la educación académica.

El buen alumno es el alumno callado o el alumno que da siempre la razón al profesor. La duda ante los conocimientos del profesor es visto como desafío, no como afán de buscar la verdad. La curiosidad debe centrarse en los márgenes establecidos, dejarla volar es divagar o elucubrar. Si pensamos el daño que puede hacer este odio a la curiosidad en los centros de educación superior de las universidades descubriremos como el mayor científico del siglo XX en vez de trabajar en una universidad como profesor trabajada en la modesta oficina de patentes de Suiza.

“Tras graduarse (siendo el único de su promoción que no consiguió el grado de maestro) Einstein no pudo encontrar un trabajo en la Universidad, aparentemente, por la irritación que causaba entre sus profesores. El padre de un compañero de clase le ayudó a encontrar un trabajo en la Oficina de Patentes Suiza en 1902. Su personalidad le causó también problemas con el director de la Oficina quien le enseñó a expresarse correctamente” (obtenido del artículo Albert Einstein de la Wikipedia)

El odio al odio: ¿qué sentimientos tendrías hacia un amigo si cada vez que quedaseis puntuase la cita del 0 al 10? Principalmente odio. Esto es algo inasumible para muchos docentes, el profesor es una figura de autoridad y ante la autoridad caben tres posiciones fundamentales: enfrentamiento, sumisión y coexistencia. ¿Qué actitud adopta un profesor ante un policía que le para por conducir demasiado rápido? ¿Dirá algo así como “tiene usted toda la razón agente múlteme que es lo que me merezco por infractor”? Yo creo que no pero, además, si lo dijese qué mostraría sino un espíritu dócil y domesticado.

Queremos alumnos castrados ante la autoridad cuando la actitud saludable ante ella es el enfrentamiento y el odio. Este odio no implica violencia pero sí puntual distanciamiento. El maestro quiere ser un dios inapelable ante sus alumnos pero el hombre libre sabe que la libertad sólo puede forjarse desde el enfrentamiento a la autoridad.

No hago apología del odio al profesor ni mucho menos; digo simplemente que el profesor debe ser consciente que representa para el alumno al padre, al jefe, al general o al policía; el profesor es una figura de autoridad y por lo tanto es saludable y noble cierto distanciamiento del alumno frente a esa figura; e insalubre y rastrero la sumisión dócil.

El odio hacia ese distanciamiento es odio a la libertad y por lo tanto odio a la vida.

El odio a la libertad:
Erich Fromm en su libro “El miedo a la libertad” explica la tendencia que tenemos hacia la irresponsabilidad y a huir de nuestra libertad. Esta renuncia a nuestra libertad lleva aparejado el odio a la libertad de los otros. La preocupación de subrayar el carácter obligatorio de la enseñanza, las normas de centro sobre las que los alumnos no tienen nada que decir, las decisiones de evaluación y burocráticas por lo general inapelables, etc. inundan todo el sistema de enseñanza académico. El alumno es, como un obrero en la fábrica, un miembro de un sistema productivo global en el que tiene voz pero no voto. La libertad se ve aniquilada por la racionalidad del sistema y por decisiones formalmente democráticas pero materialmente dictatoriales. Una pregunta que he escuchado hacer a alumnos de 15 años “¿Por qué hay una foto del Rey y la Reina en la pared frontal de nuestra clase si aquí nadie ha votado para que la haya?” Yo no sabría qué responder si no es diciendo que es una imposición del sistema.

El burgués desprecia a la libertad porque carece de ella, el hombre libre es para el esclavo una persona soberbia, insociable, inadaptado e irresponsable. Los alumnos que reclaman su libertad, igualmente, son alumnos conflictivos, que desconocen sus límites o que quieren imponerse. Citando el lugar común de “mi libertad acaba donde empiezan la de otros” nos ahorraríamos páginas y páginas de normativas de centro. La incapacidad que tiene el sistema educativo de distinguir entre libertad y libertinaje e, incluso me atrevería a decir, el empeño que tiene por no distinguirlos es campo abonado para las actitudes liberticidas tan comunes hoy.

Seguiremos tratando este tema en nuestro próximo post.
Sé feliz