miércoles, junio 14, 2006

El deber de la felicidad (y II)


imagen obtenida de la página http://www.artbureau.org/bertone.htmll

Terminé el post anterior sobre el deber de la felicidad concluyendo que, el sufrimiento para el hombre tiene dos orígenes generales: el daño que proviene de la naturaleza y del azar (enfermedades, catástrofes naturales, accidentes etc.); y el daño que es producido por otros hombres. Este último tipo de fuente interpersonal de sufrimiento, dije, adoptaba tres formas: la maldad, la ignorancia y la estupidez. Pero anuncié que consideraríamos en este post como también otra actitud humana genera, como las tres antes citadas, sufrimiento a los hombres, nos referimos a la amargura.

Realmente comprobamos en la praxis cotidiana como esto es así. El malvado, el estúpido y el ignorante son sujetos que emanan sufrimiento allí a donde van ¿acaso no hace lo mismo el amargado? Pero claro, antes hemos de definir el concepto.

Nadie está libre de la amargura, de la tristeza o de la sensación de vacío. Sartre lo llamó la náusea, Camus el sentimiento de absurdo. El rótulo, en todo caso, es indiferente: náusea, absurdo, vacío existencial, conciencia de la vanidad del mundo. Cualquier ávido lector del Eclesiastés o de Schopenhauer sabe a lo que me refiero; cualquiera que haya vivido lo sabe de igual manera. Es esa sensación de que nada tiene sentido; de profunda soledad; de extrañeza ante todo, ante los afanes humanos y divinos... la constatación de la nada. En estos tiempos en donde el nihilismo que sustentó la filosofía del XX se esconde ingenuamente debajo de la alfombra mugrienta de la palabrería académica es importante reivindicar esta sensación y analizarla.

2. "Vanidad de vanidades", dijo Cohelet; "vanidad de vanidades, todo es vanidad." 3. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su duro trabajo con que se afana bajo del sol? 4. Generación va, y Generación viene; pero la tierra siempre permanece. 5. El sol sale, y el sol se pone. Vuelve a su lugar y de Allí sale de nuevo. 6. El viento sopla hacia el sur y gira hacia el norte; va girando de continuo, y de nuevo vuelve el viento a sus giros. 7. Todos los Ríos van al mar, pero el mar no se llena. Al lugar adonde los Ríos corren, Allí vuelven a correr. 8. Todas las cosas son fatigosas, y nadie es capaz de explicarlas. El ojo no se harta de ver, ni el Oído se sacia de Oír. 9. Lo que fue, eso Será; y lo que ha sido hecho, eso se Hará. Nada hay nuevo bajo del sol.
Eclesiastés libro I

Dos formas hay de combatir la amargura: una pasiva y otra activa. Cuando la amargura nos golpea podemos retirarnos del campo de batalla, buscar cobijo y curación. El tiempo pasa, las heridas se cierran y volvemos, de nuevo, al flujo de la existencia. Es esta opción sabia si esa pasividad no degenera en autocompasión o si el cuidado que nos dan las personas que queremos no se convierte en una droga que condiciona nuestro comportamiento afectivo y nos transforma en unos “vampiros de compasión” es decir, sujetos que se regodean y exigen la lástima ajena para poder ser felices sintiéndose el centro afectivo de una comunidad gracias a la pena que dan. Si no ocurre esto, la retirada es sabia. Se necesita un elevado valor para darse cuenta que una batalla se ha perdido; diferente es este valor a la cobardía que da por perdida la guerra.

Este es el modo pasivo de enfrentarse a la amargura. Puede ser sensato y permitirnos superar el bache o puede hundirnos en él irremisiblemente. El modo activo de enfrentarse a la amargura es la solución de huir hacia delante. Un trabajo absorbente, una actividad frenética, una búsqueda ciega de la novedad, la moda, lo nuevo que nos permita escapar de la ansiedad de la amargura. Poco sensato se me antoja este camino, aunque, he de admitir que muchos genios: científicos, artistas, filósofos, políticos... han transitado por este sendero infinito de huida, en ocasiones fructíferamente. Pero ¿qué ocurre cuando esa obra, cuando esa vía de huída no fructifica? Esa actividad que busca frutos para huir del vacío de lo real se percata de su esterilidad, intenta una comunicación no con la creación sino con la destrucción. Ya Sade, divino marqués, lo dijo: es más fácil la comunicación con un látigo que con una caricia, el dolor es más universal que la ternura. Alguien puede fingir un orgasmo pero, ¿puede fingirse el dolor que produce un martillo en nuestra rodilla cuando nos golpean?

La amargura que intenta superarse, negarse o desplazarse en la acción genera mucho sufrimiento al hombre; al sujeto activo pero también a los elementos pasivos que lo soportan. Ese jefe, profesor, padre o superior en general que te hace o hizo la vida imposible ¿no fue o es acaso, un auténtico amargado? Intentamos huir de la soledad, buscamos en el rebaño el consuelo de nuestro vacío pero, para aquel que carece de la capacidad de empatía y afecto ¿qué le queda para comunicarse sino el lenguaje del sádico? La amargura es, efectivamente, fuente innegable de sufrimientos. ¿Cuantos cabrones conoces que no tengan el ceño fruncido?

Es aquí en donde inserto la necesidad de introducir en la reflexión ética a la felicidad no sólo como un derecho sino como un deber. El sufrimiento no se guarda en compartimentos estancos, más bien es como un mal olor que no podemos evitar que se expanda e intoxique nuestro entorno.

Cuando se explica la ética de Kant se pasa por alto un elemento importante de ella. Aunque el puntual filósofo de Königsberg rechazó a la felicidad como fundamento de la moral admitió la necesidad de considerar a la felicidad como un deber secundario. ¡Nada menos que un deber! Él explicaba que aunque uno debe actuar en el ámbito de la moral impelido por el deber de “la universalización de la norma” había situaciones, en las que ese deber no intervenía en absoluto: si me gusta ver el fútbol o jugar al tenis ¿realizo un acto inmoral si satisfago mis aficiones? En esta decisión no interviene aparentemente la moral y preguntarse sobre el principio de universalidad en este contexto no tiene sentido... entonces ¿qué? Bueno, Kant decía que en este caso, el sujeto debía de optar por buscar su felicidad... repito debía. Esto era así, según Kant, porque un individuo feliz tendría la tendencia a obrar moralmente, es necesario fortificar esa tendencia; o mejor dicho, no es necesario fortificar esa tendencia es un deber hacerlo.

En definitiva, que la felicidad puede llegar a considerarse un deber para evitar la amargura ha sido la tesis que he querido defender en estos dos post. La amargura es una fuente de sufrimiento tanto para el individuo que la sufre como para los que les rodean; combatir esa amargura en uno mismo y en los demás es un deber ético. ¿Cabe mayor deber moral que evitar el sufrimiento?

Sé feliz