jueves, junio 08, 2006

El deber de la felicidad ( I )


Es la felicidad un concepto complejo que ya desde Platón se convirtió en tema de profundas reflexiones filosóficas. Hoy ese debate está vulgarizado por una pléyade de chamanes New Age, psicólogos, psiquiatras o pedagogos que pretenden mostrarnos el camino hacia ese fin de todo anhelo que es la felicidad: lugares comunes; palabras bien intencionadas y huecas; simplonas teorías, que se ocultan tras una abigarrada palabrería pseudopsiquiátrica, llenan las pantallas y los televisores. Más Platón y menos “Más Platón y menos Prozax” sería mi receta; más profundizar en la esencia del hombre, en la labor filosófica radical y menos gurús visionarios; en definitiva, menos autoayuda y más adagio délfico “Conócete a ti mismo”. La felicidad, sin embargo, se identifica hoy con una risa bobalicona y dócil que podría ser patentada por cualquier anunciante de dentríficos; en estos tiempos tan, irónicamente, postnietzscheanos ¿quién reivindicará la felicidad salvaje?

Pero me aparto del tema de este post, no voy a caer en eso mismo que critico; no, no voy a exponer una novísima teoría de la felicidad y como alcanzarla. No es este el lugar, no es tan alta mi capacidad; que Paulo Cohelo, Jodorowsky o Ratzinger iluminen tu camino por ese derrotero numinoso que es la vida. Otra es la intención de este blog.

Para llegar a donde hemos empezado (si la felicidad puede ser entendida no como derecho sino también como deber) tengo que dar un pequeño rodeo. Empezaré el rodeo y, tarde o temprano llegaré a la meta que es también el inicio de este post...

Desde hace años una pregunta ha guiado algunas de mis reflexiones; la pregunta, he de confesar, no es nada original y creo que ha turbado la mente del hombre desde el inicio de los tiempos. Mi preguntilla es “¿cuál es el origen del sufrimiento del hombre?”. Ya, ya lo sé, si hubiera que elegir entre preguntas filosóficas poco originales esta y la de “¿qué sentido tiene la vida?” estarían compitiendo por los primeros puestos pero, no hay preguntas nuevas bajo el sol, quizás nunca las hubo... En fin, la pregunta sobre el origen del sufrimiento del hombre rápidamente la circunscribí al origen social de ese sufrimiento. Entiendo que la enfermedad y los desastres naturales causan daños irreparables y profundas angustias a los hombres pero, creo también que no proviene de ahí la parte del león de sus sufrimientos. La relación con otros hombres es lo que causa mayor daño al hombre: guerras, desigualdades sociales, frustración (profesional, amorosa etc.), violencia, opresión... Me atrevería a decir, incluso, que en buena medida los males naturales que acosan al hombre (pensemos en uno de los problemas de nuestro tiempo: el daño al ecosistema) son intensificado por elementos sociales o, cuando no intensificados, no son paliados como los progresos de la época podrían hacerlo (las hambrunas en África son ejemplo de esto).

La pregunta queda así: ¿de donde procede en sufrimiento que el hombre padece por el hombre mismo? Mi respuesta ha sido, hasta hace poco, que tres eran los orígenes de este daño que el hombre sufre por el hombre mismo, los citaré por orden de importancia: la estupidez, la maldad y la ignorancia. A estos tres añadí recientemente un cuarto: la amargura.

Comprender que sufrimos daños por parte de otros hombre por su ignorancia es algo evidente: si un cocinero ignora que somos alérgicos a los cacahuetes y en el plato que nos prepara los ha incluido, es lógico que esto nos hará mal. También se ve que el mal que la ignorancia nos causa, siendo grande, no es lo que mayormente nos angustia. Sócrates ya dijo que la ignorancia era la madre del mal moral y que el mal moral era el origen del sufrimiento. Efectivamente lo que Sócrates llamó la “ignorancia de la virtud” muchas veces es ignorancia pero, la mayoría de las ocasiones es sencillamente gilipollez o, como lo he llamado más arriba, estupidez. (Aunque no utilizaré la palabra gilipollez por razones estilísticas que todo lector comprenderá creo que refiere con mayor exactitud el campo semántico que intento delimitar).

La estupidez es hijastra de la ignorancia pero su progenitor legítimo es la soberbia. La estupidez es ignorancia ignorada y al mismo tiempo ignorancia creída (ya, otra vez con Sócrates); es la ignorancia que se cree sabia, profunda; es incluso la ignorancia que siente la vocación proselitista... en fin, que no llamarla sencillamente gilipollez me está costando mucho. Piensa lector, detenidamente, con pausa, y reflexiona sobre mi pregunta con atención ¿cuando piensas en alguien que te ha hecho daño (la mayoría de las veces los que nos hacemos daños somos nosotros mismos pero esa es otra historia que será contada en otra ocasión) a lo largo de tu vida qué ves en él: a un ignorante, a un malvado o a un imbécil? Sí, supongo que también te habrás encontrado con ese monstruoso centauro que es el imbécil-malvado pero, incluso en este personaje ¿qué pesa más su estupidez o su maldad?

Pero no soy tan optimista como Platón, no. No es sólo la ignorancia o la estupidez lo que hace al hombre malo sino su pura maldad. Esa parte bella, cruel e irreductible de su alma que tanto nos fascina. El odio, la desmedida, la crueldad, la violencia son estructuras básicas de nuestro psiquismo. Renegar de ellas es plantear una psicología de los castrati... pero no, afortunadamente el mal reside en nuestro pecho, al lado del Dios, el monstruo; San Jorge y el Dragón viven en eterna lucha dentro de nosotros. Y ese mal ¿quién negará que nos daña y golpea con frecuencia?

Aquí terminamos el post de hoy, en el próximo analizaré como la amargura es fuente de sufrimiento entre los hombres y como, de esta reflexión, concluyo que la felicidad puede, en ocasiones, convertirse no sólo en un derecho sino también en una obligación.


Sé feliz