martes, febrero 12, 2008

Fragmentos del "Diario de una esquizofrénica"

Este post recoge una serie de textos del libro “Diario de una Esquizofrénica” en los que una enferma esquizofrénica narra el drama de su enfermedad. Este libro se hizo famoso por el trabajo de la psicoanalista suiza Marguerite Sechehaye (1887-1964) “La realización simbólica” en donde exponía un novedoso método de curación psicoanalítica de la esquizofrenia; junto con esta obra la doctora publicó finalmente el diario de Renée, una joven enferma mental que había recuperado la cordura gracias a la nueva terapia.


Los primeros síntomas de irrealidad:


“Estas crisis, lejos de espaciarse, aumentaron. En una ocasión me encontraba en el Patronato y súbitamente vi que la sala se hacía inmensa y que la iluminaba una terrible luz eléctrica que no producía verdaderas sombras. Todo era claro, liso. artificial, tenso hasta el extremo; las sillas y las mesas me parecieron maquetas puestas aquí y allá, las alumnas y las maestras, marionetas que se movían sin razón, sin meta. No reconocí ya nada ni a nadie. Parecía que la realidad se había disuelto, evadido de todos esos objetos y aquellas personas. Me invadió una angustia espantosa; buscaba perdidamente un auxilio cualquiera. Escuchaba las conversaciones, pero no comprendía el significado de las palabras. Las voces me parecían metálicas, sin timbre ni calor. De tiempo en tiempo, una palabra se destacaba del conjunto. Se repetía en mi cerebro como cortada con cuchillo, absurda. Y cuando una de mis compañeras se me aproximaba, la veía crecer, crecer, igual que la piedra del molino. Me encaminé entonces hacia mi profesora y le dije: `¡Tengo miedo, porque todos tienen una pequeña cabeza de cuervo puesta sobre la cabeza!´ Ella me respondió amablemente y me respondió alguna cosa que ya no recuerdo. Pero su sonrisa, en lugar de tranquilizarme, aumentó mi angustia y desazón, pues advertí sus dientes blancos y regulares que, al brillo de la luz, llenaron todo mi campo de visión, como si la sala entera fuese sólo dientes bajo una luz implacable. Un miedo atroz me invadió. El movimiento me salvó aquel día. Era la hora de ir a la capilla para la bendición y, con los otros niños, tuve que incorporarme a la fila; moverme, cambiar de horizontes, hacer algo preciso y habitual, me ayudó mucho. Sin embargo, llevé mi estado de irrealidad a la capilla, aunque en grado menor. Aquel día quedé agotada.”


M.-A. Sechehaye; La realización simbólica. Diario de una esquizofrénica; FCE, primera reimpresión 1973; pp. 130-131.



Esperando el milagro que hará surgir lo real:


“Tenía dos o tres amigas, diez años mayores que yo, a quienes veía semanalmente, pero se quejaban que yo era latosa, exigente, puesto que cuando salía de paseo con una de ellas por un rato, en el momento de la separación le suplicaba quedarse más tiempo conmigo, que me acompañara de regreso. Y cuando había accedido a mi deseo, no estaba aún satisfecha y le decía: “Todavía, todavía, por favor quédese más”. Estas súplicas incesantes, que me hacían pasar por desagradable y exigente, provenían únicamente del estado de irrealidad en el que me encontraba. Durante toda la visita de mi amiga intentaba desesperadamente entrar en contacto con ella, sentir que estaba verdaderamente allí, que era una persona viva y sensible. Pero no era nada. Formaba parte de ese mundo irreal. Sin embargo, la reconocía, sabía su nombre y todo lo que le concernía, pero me parecía extraña irreal, como una estatua; veía sus ojos, su nariz, su boca que hablaba, oía el sonido de su voz, comprendía perfectamente el sentido de sus palabras, y, sin embargo, me sentía frente a una extraña. Hacía esfuerzos desesperados por romper este muro invisible que nos separaba y por llegar establecer un contacto entre nosotras; pero cuanto más me esforzaba, menos lo lograba y mi angustia aumentaba. Caminábamos por una vereda, platicando como lo hacen dos amigas; le contaba lo que me sucedía en la escuela: mis éxitos, mis fracasos; le hablaba de mis hermanos y hermanas, a veces de mis problemas. Y bajo esta máscara de tranquilidad, de normalidad, vivía un verdadero drama. A nuestro alrededor se extendía los campos cortados por vallados o por bosquecillos; el camino blanco se prolongaba frente a nosotras, y el sol en el cielo azul brillaba y calentaba nuestras espaldas. Y yo veía una llanura inmensa, sin límites, de infinito horizonte; los árboles y los vallados eran de cartón, puestos aquí y allá como accesorios de teatro, y el camino, ¡ah! el camino infinito, blanco, brillante bajo los rayos del sol, brillante como una aguja. Arriba, el implacable sol con sus rayos eléctricos que agobiaban los árboles y las casas. En esta inmensidad reinaba un silencio aterrador que los ruidos no rompían sino para hacerlo aún más silencioso, aún más aterrador. ¡Y yo, perdida en este espacio sin límites con una amiga!

Pero ¿es ella? Una mujer que habla, que hace gestos. Percibo sus dientes blancos que brillan, miro sus ojos castaños que me miran y veo que tengo una estatua a mi lado, una maqueta que forma parte del decorado de cartón. ¡Ah! ¡Qué miedo, qué angustia! Entonces, comienzo: “¿Es usted, Juana?” “¿Pero quién quiere que sea? ¿Usted sabe que soy yo, no es cierto?” responde ella extrañada. “Sí, sí, sé bien que es usted”. Pero yo me digo: “Ella, sí, es ella, pero disfrazada”. Y continúo: “Usted actúa como una autómata, ¿por qué?” “¡Ah! A usted le parece que yo camino sin gracia; no es mi culpa” contesta ella ofendida. Mi amida no comprende la pregunta. Me callo, más sola y aislada que nunca. Pero he aquí que llega el momento de separarse; entonces la angustia me exacerba. A toda costa, por cualquier medio quiero vencer la irrealidad, quiero sentir un instante que tengo a alguien vivo frente a mí; quiero experimentar un segundo el contacto bienhechor que nos llena en un momento la soledad de una jornada; me aferro al brazo de mi amiga y le suplico que permanezca unos minutos más; si accede a mi ruego, hablo, pregunto, digo, con el único fin de romper el obstáculo que me separa de ella. Pero los minutos han pasado y yo estoy siempre en el mismo punto. Entonces la acompaño una parte del camino, esperando, esperando siempre el milagro que hará surgir lo real, la vida, la sensibilidad. La miro, la escudriño intentando percibir la vida dentro de ella, más allá de su envoltura irreal; pero me parece más estatua que nunca, es un maniquí movido por un mecanismo, que actúa y que habla como un autómata. Es espantoso, inhumano, grotesco. Vencida, me despido con las palabras convencionales y me voy, deshecha de fatiga, triste a más no poder, y regreso a la casa con el corazón vacío, desesperadamente vacío. Allí, encuentro una casa de cartón, hermanos y hermanas robots, una luz eléctrica, y me hundo en la pesadilla de la aguja en el pajar. En este estado me pongo a preparar la cena, explico las lecciones a mis hermanos menores y hago mis propias tareas.”

op. cit. pp. 136-138


Las palabras-imágenes. Descomposición de los estímulos perceptivos:


“A menudo se asociaban imágenes a las frases: por ejemplo, si quería contar que mi profesor de alemán había hecho una afirmación, o que mi hermana menor había armado escándalo para no ir a la escuela, veía al maestro de alemán gesticulando en su pupitre, como un muñeco, separado de todo, bajo una luz cegadora, moviéndose como un loco; y a mi hermana la veía en la cocina revolcándose de ira, pero también movida por un mecanismo, sin ningún sentido. Estas personas, que en la realidad habían actuado de acuerdo con fines, con motivos precisos, ahora estaban como vacías, despojadas de su alma, y no les quedaba sino un cuerpo que se movía como un autómata y sus movimientos carecían por completo de emoción y sentimientos. Esto era lo terrible. Para desembarazarme de estas visiones y de estas voces interiores miraba a mamá [se refiere a la doctora Sechehaye], pero sólo veía una estatua o una figura de hielo que me sonreía. Y esta sonrisa que mostraba los dientes blancos me aterrorizaba porque percibía todas las partes de su rostro separadas unas de otras, independientes: los dientes, la nariz, las mejillas, un ojo, después otro. Probablemente a causa de esta independencia de las partes sentía miedo y ya no la reconocía aun cuando al mismo tiempo la reconocía.”

op. cit. pp. 144-145


El animismo y las palabras encantadas:


“Desde un tiempo atrás sentía que las cosas me molestaban y esto me hacía sufrir mucho; no quiero decir que me hacían algo en especial, no me atacaban directamente ni me hablaban: me molestaban por su presencia; veía los objetos tan recortados, tan separados los unos de los otros, tan pulidos (como minerales), tan iluminados que me daban un miedo intenso. Cuando miraba, por ejemplo, una silla o un jarro que servía para contener agua o leche, o una silla hecha para sentarse. ¡No! ¡Habían perdido su nombre, su función, su significado y se habían convertido en cosas!

Y estas cosas se animaban. Dentro del decorado irreal, dentro del silencio opaco de mi percepción, de pronto surgía “la cosa”: este jarro de barro, decorado con flores azules, estaba allí, frente a mí, desafiándome con su presencia, con su existencia; entonces retiraba de él mi mirada para tener menos miedo, pero encontraba una silla, después una mesa, que también existían, manifestaban su presencia. Intentaba escaparme de su dominio pronunciando su nombre: “silla”, “jarro”, “mesa”, “es una silla”, pero la palabra había sido como desencantada, despojada de todo significado, había abandonado el objeto, se había separado de él, y de un lado estaba la “cosa viva, burlona”, y, por otro, su nombre, desprovisto de sentido, como un recipiente sin contenido. ¡Ya no lograba reunirlos!

Me quedaba allí, frente a las cosas, llena de miedo y de horror, y me quejaba diciendo: “las cosas me molestan. ¡Tengo miedo!” Cuando me pedían detalles planteándome esta pregunta: “Este jarro, esta silla, ¿las ve usted vivas?”, respondía: “Sí, están vivas.” Y la gente, incluso los médicos, creían que yo percibía los objetos como personas, que los oía hablar. No había tal: su vida era únicamente su presencia, su existencia; para huir de ellos me escondía, cubría mi cabeza con los brazos, o me metía en un rincón.”

op. cit. pag. 148


¿Precognisción?


“El ingreso en una clínica para enfermos nerviosos o simplemente en una clínica, me provocaba una terrible angustia. Pero, por lo menos, debía agradecer que no me habían internado por la fuerza como estuvo a punto de suceder.

A este respecto, me aconteció algo extraordinario, único en mi vida. Desde que recibía órdenes del Sistema, temía constantemente mi entrada definitiva en el País de la Iluminación. En teoría, esto significaba permanecer para siempre en la irrealidad, sin ningún contacto posible con “mamá”; prácticamente significaba: ser internada en un hospital para enfermos mentales. Había establecido perfectamente el lazo entre el país de la Iluminación y el estado de locura: los enfermos mentales eran “iluminados” y entrar en una clínica psiquiátrica era ser definitivamente iluminada.

Varias veces le dije a “mamá”: “Tengo miedo de que vengan a buscarme para llevarme donde están los iluminados”. En efecto, diez días después de la visita del médico del Consejo de Vigilancia, vinieron a buscarme a mi casa para internarme legalmente; iban un enfermero, un asistente social o una asistente de la policía, ya no lo recuerdo. Afortunadamente, yo estaba fuera y mi familia ignoraba dónde me hallaba. Fue un sábado hacia las seis de la tarde. Este día, después de mi sesión, acompañé a “mamá” a una conferencia y estando en ella me sorprendió una terrible angustia en medio de la cuál dije a “mamá”: “El guardián de Bel Air (así se llamaba el asilo del cantón) viene a buscarme, está aquí. ¡Tengo miedo, tengo miedo! ¡Protéjame, se lo suplico!” Repetí estas mismas palabras varias veces, pero aunque no veía ningún guardián, tenía el sentimiento de que amenazaba un peligro inminente. En realidad, ignoraba todo lo que se tramaba a mis espaldas y no sospechaba siquiera que se me quería internar ese mismo día.

“Mamá” me tranquilizó y me separé de ella sin temor. Emprendí a pie el camino a mi domicilio, que se encontraba a una media hora del lugar de la conferencia y del domicilio de “mamá”. Iba a buen paso, puesto que aún tenía que hacer las compras del sábado. Súbitamente, me detuve. Y sin angustia, sin ninguna idea representativa, movida por una fuerza invisible di la vuelta y regresé a casa de “mamá”. Cuando abrió la puerta se asombró mucho de verme allí, pues era la primera vez que esto me sucedía: nunca antes me había acongojado a mitad del camino y agregué estas palabras: “Vengo para que me proteja del guardián. Quiere aprehenderme.” Me apenaba un poco molestar a “mamá” sin un motivo real muy urgente, tanto más cuanto que la angustia que sentí en la conferencia había ya desaparecido. “Mamá”, naturalmente, me recibió muy bien y me detuvo con ella alrededor de una hora y cuarto. Después me fui y cuando llegué a la casa, me sorprendió una atmósfera extremadamente tensa. Pregunté de qué se trataba y ante mi insistencia mis hermanos me contaron lo sucedido: un enfermero (el guardián) y una asistente social vinieron para buscarme en la ambulancia del asilo para internarme según las órdenes del Consejo de Vigilancia. La hora de su llegada coincidió con el final de la conferencia, o sea exactamente con el momento en que tuve el agudo sentimiento de que un guardián del país de la Iluminación había venido a buscarme y que se lo dije a “mamá”. Parece que me esperaron una hora y media. Si no hubiera tenido esa maravillosa intuición a la mitad del camino de regreso, habría llegado a la casa demasiado pronto y me habrían llevado por la fuerza. Gracias a esta intuición, escapé de un shock del cual me hubiera sido muy difícil reponerme. Fatigados de esperarme y sin saber a qué hora regresaría, se fueron.”


op. cit. pp. 152-153


El desprecio moral hacia el enfermo mental:


“Además, temía de tal modo a las enfermas, que la primera noche no cerré los ojos y las siguientes me despertaba a cada instante. Por lo demás, era bien difícil dormir con los gritos de las dos enfermas que ocupaban las celdas que daban a la sala.

La enfermera de guardia vino a tranquilizarme diciéndome que no tenía nada qué temer de las enfermas; pero cuando se ausentó un momento, la mujer que ocupaba la cama de enfrente se levantó bruscamente y se precipitó hacia mí y me robó las frutas –peras y manzanas- que tenía sobre mi mesa de noche y se llevó el botín para comérselo apresuradamente dentro de su cama.

La conducta de esta enferma me dio mucho miedo y cuando la enfermera volvió le conté lo que había pasado, pero me miró severamente y me dijo: “Señorita, no hay que comenzar con mentiras, eso no se hace aquí. Lo que usted me cuenta es imposible. La mujer de enfrente hace tres años que rechaza el alimento y hay que nutrirla artificialmente.” Ni ante mi sincera insistencia cambió su actitud: “Vamos, vamos, déjese de mentiras; se lo diré al médico”, y salió de la habitación.

Aterrada, me preguntaba si había soñado esta historia del robo de las frutas, pues era la primera vez en mi vida que me acusaban de mentirosa: pero, por la tarde, al atender a la mujer, la enfermera descubrió restos de las peras y una manzana apenas mordida. Como si nada hubiera pasado y riéndose, se volvió hacia mí y sin una palabra de excusa, exclamó: ¡Era cierto!”

op. cit. p. 157


Hundimiento en la irrealidad:


“Padecía menos con la irrealidad, pues ya no luchaba contra ella; vivía en una atmósfera de vacío, de indiferencia, de artificialidad. Un muro infranqueable me separaba de las personas y de las cosas; veía a muy poca gente y no me sentía contenta sino sola, y para esto me refugiaba en el sótano; allí, sentada sobre una pila de carbón, permanecía tranquila, inmóvil, con la mirada fija en una mancha o un rayo de luz.

Pero, a veces, de este muro de indiferencia surgía de pronto la angustia de la irrealidad; era como si mi percepción del mundo me hiciese sentir agudamente el absurdo de las cosas: en silencio y en la inmensidad cada objeto se separaba, cortado con cuchillo, aislado en el vacío, en la infinitud; y como consecuencia de esta separación, de esta soledad en que se encontraba, se ponía a existir. Allí estaba, frente a mí, aterrándome. Era entonces cuando decía: “La silla se burla de mí, me molesta”; esto no era exacto, pero no tenía otras palabras para expresar el miedo y el agudo sentimiento de que la silla existía sin tener ningún otro significado.

Otras veces las crisis de irrealidad sobrevenían en la calle: todo parecía entonces inanimado, muerto, mineral, absurdo; y en este silencio, un grito infantil despertaba mi angustia: me sentía expulsada del mundo, separada de la vida, espectadora de un film caótico que se desarrollaba sin cesar delante de mis ojos y del cual no lograba ser partícipe nunca; espantosos momentos en los que sentía un malestar y una sensación de indefensa tales, que no tenía más remedio que sufrirlos sin esperanzas.”

op. cit. pp. 163-164


Sentimientos de autodestrucción y culpa:


“[...] todo el mundo que me rodeaba me pareció ser un sueño. Posteriormente vinieron órdenes, o más bien impulsos de destruirme y me mordía cruelmente las manos y los brazos; golpeaba con la cabeza contra la pared y me daba puñetazos en el pecho hasta el punto de amoratarme; no paraba con ellos hasta que me defendían de mi misma.

Una increíble fuerza de destrucción crecía en mí y buscaba aniquilarme a toda costa; me sentía espantosamente culpable, con tal culpabilidad que era la culpabilidad misma en toda su extensión y en todo su horror: “Soy culpable”. No sabía de qué era culpable, sino que era inmensa y profundamente culpable, y ese sentimiento me era intolerable, insoportable: por esa razón dejaba de comer e intentaba destruirme por todos los medios, hasta el punto de que sólo “mamá” conseguía en ocasiones impedirme el hacerme daño y esto cuando me mostraba alguna cosa blanca, como mi sábana o mi camisa al tiempo que decía: “¿Ves? este hermoso blanco quiere decir que tú no eres culpable: es una prueba.” Esto me consolaba mucho, pero desgraciadamente mi estado de agitación casi no me permitía escuchar ni siquiera a “mamá”: demasiado ruido, demasiado movimiento, demasiadas sensaciones se debatían en mi interior y, además, había perdido todo verdadero contacto con “mamá”: cierto que la veía llegar con mucho gusto siempre, pero me parecía irreal, artificial.”

op. cit. pp. 169-170


Estado de catatonia:


“De tanto sentirme criminal, ya no resistía más. Un pecado inaudito, infinito, me agobiaba como una hercúlea carga y desataba contra mí todas las fuerzas de la destrucción. No sabía dónde estaba ni tenía idea alguna de mí; sólo una cosa me interesaba: destruirme, asesinar a este vil ser al que odiaba a muerte. Las voces se habían desencadenado de nuevo y una tempestad me sacudía. Se me transportó a una clínica psiquiátrica y poco después caí en un estado de estupor e indiferencia completos. Todo me parecía un sueño desolado, todo me daba lo mismo. Por eso no era posible ninguna reacción. Los médicos se imaginaban que no comprendía las órdenes y sus indicaciones, pero yo comprendía perfectamente todo lo que pasaba a mi alrededor: simplemente, algunas cosas me eran tan indiferentes, tan vacías de emotividad y de afectividad, que me parecía que no tenían ninguna relación conmigo, que no se dirigían a mí. No podía reaccionar porque se había detenido el motor vital. Notaba que las imágenes se alejaban o se acercaban a mi cama, pero yo estaba alejadas de ellas, yo misma no era ya sino una imagen sin vida”

op. cit. pp. 183-184


Curación de Renée, vuelta a la realidad:


“La realidad se convertía cada vez, podría decir, en algo más real, y yo me volvía más independiente y sociable. En la actualidad acepto toda la personalidad de la señora Sechehaye y la quiero por ella misma, le debo infinita gratitud por el tesoro que me otorgó al devolverme la realidad y el contacto con la vida.

Sólo quienes han perdido la realidad y vivido por años en el país inhumano y cruel de la Iluminación, pueden saborear el goce de vivir y medir el inestimable valor de ser parte de la humanidad.”

op. cit. p. 193

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