jueves, abril 19, 2007

Y llegó el último acontecimiento en la vida de Kant


"Y llegó el último acontecimiento en la vida de Kant, que inició su última fase. El 8 de octubre de 1803 se puso gravemente enfermo por primera vez desde su juventud. Cuando era joven había padecido una fiebre, que pudo superar con ejercicio al aire libre; posteriormente se hizo una herida en la cabeza. Pero salvo estas dos excepciones (si se las puede denominar así), nunca había estado seriamente enfermo. La enfermedad que padeció entonces tuvo el siguiente origen: su apetito había sido irregular en los últimos meses, diría que extraño. Excepto pan con queso inglés, no había nada que le gustase. El 7 de octubre apenas comió otra cosa, a pesar de los argumentos para convencerle que empleamos tanto un amigo, que comió con él como yo. Por primera vez tuve la impresión de que mi insistencia le molestaba, como si hubiese superado los límites de mi deber. Él insistió en que nunca le había sentado mal el queso y que ahora tampoco sucedería. A mí no me quedó otra solución que cerrar la boca, mientras él hacía lo que no debía hacer. El resultado fue el esperado, una noche en vela, seguida por una enfermedad grave. Por la mañana todo siguió su curso normal, hasta que Kant, a las nueve, del brazo de su hermana, cayó al suelo inconsciente. Me vinieron a llamar de inmediato y yo fui rápidamente a la casa, donde lo encontré sin conocimiento en la cama, que ahora estaba en su estudio. Ya habían avisado a su médico, pero antes de que entrase, la naturaleza había hecho su efecto y Kant había vuelto algo en sí. Después de una hora, abrió los ojos y estuvo murmurando cosas incomprensibles hasta que, llegada la noche, se recuperó algo y comenzó a hablar razonadamente. Por primera vez en su vida tuvo que guardar cama unos días y no pudo comer nada. El 12 de octubre volvió a comer algo y reclamó su comida favorita. Pero ahora estaba yo decidido a no claudicar, aun corriendo el riesgo de despertar su indignación. Le enumeré todas las consecuencias que su última ingestión de queso le había causado, de lo que él aparentemente no sabía nada. Me escuchó atentamente y expresó tranquilamente su convencimiento de que yo no tenía razón, pero por el momento lo dejó estar. Un par de días después, sin embargo, me enteré de que había ofrecido un florín por un panecillo, luego un tálero e incluso más. Cuando se le negó otra vez, se quejó con insistencia, pero lentamente perdió la costumbre de pedir, aunque a veces se traicionaba y mostraba cuánto lo deseaba."