jueves, octubre 12, 2006

El terror a la Historia como anhelo de Ser


Hegel afirmaba que en la naturaleza las cosas se repiten basta lo infinito y que «no hay nada nuevo bajo el sol». Todo lo referido hasta ahora confirma la existencia de idéntica visión en el horizonte de la conciencia arcaica: las cosas se repiten hasta lo infinito, y en realidad nada nuevo ocurre bajo el sol. Pero esa repetición tiene un sentido, como lo hemos visto en el capítulo precedente: sólo ella confiere una realidad a los acontecimientos. Los acontecimientos se repiten porque imitan un arquetipo: el Acontecimiento ejemplar. Además, a causa de la repetición, el tiempo está suspendido, o por lo menos está atenuado en su virulencia. Pero la observación de Hegel es significativa por otra razón: Hegel se esfuerza por fundar una filosofía de la historia, en la cual el acontecimiento histórico, aunque irreversible y autónomo, podría sin embargo encuadrarse en una dialéctica aún abierta. Para Hegel, la historia es «libre» y siempre «nueva», no se repite; pero a pesar de todo se conforma a los planes de la providencia: tiene, pues, un modelo (ideal, pero no deja de ser un modelo) aun en la dialéctica del espíritu. A esa historia que no se repite, Hegel opone la «naturaleza», en la que las cosas se reproducen hasta lo infinito.

Pero hemos visto que durante un lapso bastante extenso la humanidad se opuso por todos los medios a la «historia». ¿Podemos sacar en conclusión de todo eso que durante ese período la humanidad permaneció en la naturaleza, sin apartarse de ella? «Sólo el animal es verdaderamente inocente», escribió Hegel al principio de sus Lecciones sobre la Filosofía de la historia. Los primitivos no siempre se sentían inocentes, pero intentaban volverlo a ser por la confesión periódica de sus faltas. ¿Es lícito ver, en esta tendencia a la purificación, la nostalgia del paraíso perdido de la animalidad? ¿O es más bien menester percibir en ese deseo de no tener «memoria», de no registrar el tiempo y de contentarse sólo con soportarlo como una dimensión de la existencia -pero sin «interiorizarlo», sin transformarlo en conciencia-, la sed del primitivo por lo «óntico», su voluntad de ser, como son los seres arquetípicos, cuyas acciones reproduce sin cesar?

El problema es capital y no se puede pretender discutirlo en unas cuantas líneas, pero tenemos motivos para creer que en los «primitivos» la nostalgia del paraíso perdido elimina el deseo de recuperar el «paraíso de la animalidad». Todo lo que sabemos acerca de los recuerdos míticos del «paraíso» nos ofrece, por el contrario, la imagen de una humanidad ideal que goza de una beatitud y de una plenitud espiritual que, en la condición actual del «hombre caído», jamás podrán realizarse. En efecto, los mitos de muchos pueblos hacen alusión a una época muy lejana en la que los hombres no conocían ni la muerte, ni el trabajo ni el sufrimiento, y tenían al alcance de la mano abundante alimento. In illo tempore los dioses descendían a la tierra y se mezclaban con los humanos; por su parte, los hombres podían subir fácilmente al cielo. Como consecuencia de una falta ritual, las comunicaciones entre el cielo y la tierra se interrumpieron y los dioses se retiraron a las alturas. Desde entonces, los hombres deben trabajar para alimentarse y han dejado de ser inmortales.

En consecuencia, resulta más probable que el deseo que experimenta el hombre de las sociedades tradicionales de rechazar la «historia» y de unirse a una imitación indefinida de los arquetipos, delata su sed de realidad y su terror a «perderse» si se dejan invadir por la insignificancia de la existencia profana. Poco importa si las fórmulas y las imágenes, a través de las cuales el «primitivo» expresa la realidad, nos puedan parecer infantiles e incluso ridículas. Lo que es revelador es el sentido profundo del comportamiento primitivo: este comportamiento está dominado por la creencia en una realidad absoluta que se opone al mundo profano de las «irrealidades»; en última instancia, este último no constituye un «mundo» propiamente dicho; es lo «irreal» por excelencia, lo no-creado, lo no-existente: la nada.

Tenemos, pues, derecho a hablar de una ontología arcaica, y sólo teniendo en cuenta esta ontología se llega a comprender -y, por tanto, a no despreciar- el comportamiento, incluso el más extravagante, del «mundo primitivo»; en efecto, este comportamiento responde a un esfuerzo desesperado por no perder el contacto con el ser.

De: Mircea Eliade; El mito del eterno retorno; traducción Ricardo Anaya