La experiencia estética como éxtasis
Ante la sensación de la continua ruptura, ante la sensación del eterno antagonismo de lo real, la experiencia estética se nos presenta como radical reconciliación de opuestos, como armonía y fin en si misma. Es, como ya dijo Schopenhauer, como si nuestra anodina existencia se detuviese en un momento y todos los cotidianos dolores se viesen apaciguados en un armonía total ¿Quién no ha sido capaz de olvidarse hasta de su propia existencia contemplando la infinitud en lo bello? Incluso el deseo se apacigua y se sublima en amor.
Una de las dicotomías básicas de nuestra vida es la que representa el intelecto y la sensibilidad. Aquellas teorías que pretenden que consideremos estas facultades del espíritu humano como reconciliadas (v. gr. las teorías de D. Goleman) están viciadas por una voluntad preliminar de apaciguamiento y de “democratizar” las diferencias en una homogeneidad (perspectiva muy cara a los ideólogos actuales). Los frutos de un intelecto y de una sensibilidad puras y libres, es decir no domesticados, presentan un antagonismo reconciliable pero no reconciliado en su principio.
La citada dicotomía entre vida emocional y vida intelectual queda reconciliada en pocas experiencias y ninguna de ellas es una experiencia cotidiana, una de estas experiencias es la experiencia estética. El arte que expresa lo real no solo es captado por las facultades del intelecto sino también por las facultades de la sensibilidad; el acto mismo del aprehender estético es un acto de reconciliación de facultades y cuando esta reconciliación no se produce a este nivel prioritario es imposible que se produzca con posterioridad a la aprehensión. El arte intelectual es un arte frío y muerto, el arte sentimental es un arte frívolo y superfluo.
Hacemos nuestra la idea hegeliana del arte como una disciplina que manifiesta en lo sensible la armonía de lo real, no siendo esta armonía de lo real más que otro nombre con lo que denominar a la verdad. Éxtasis, detención del flujo de lo real o comunión inefable con lo verdadero... la experiencia estética se nos presenta como elemento fundamental para comprender al hombre y al mundo.
La belleza tiene, además, el carácter de lo fortuito, a cada momento se nos insinúa, en lo grande y en lo pequeño, en lo inaudito y el lo vulgar. Una maravillosa pintura o el tarareo de una melodía nos trasporta a ese mundo vedado al científico, al filósofo de igual manera que al hombre vulgar: el mundo de lo real, el mundo de lo bello.
En Oriente esta experiencia de unidad en la inmediatez inefable la representa con suma claridad los haikus: poemas sobre lo efímero que manifiestan lo eterno, poemas sobre lo trivial que muestran en su trivialidad una pequeña belleza, cercana y lejana a un mismo tiempo que, sin embargo, nos trasporta al reino de lo eterno.
Y ya que estamos en el exótico Japón terminaremos este post con un dialogo zen entre un discípulo y su maestro que muestra el carácter fortuito pero, lo repetiremos una vez más, inefable de lo bello, lo bello entendido, por supuesto, como manifestación de lo real, de lo absoluto, del zen.
- ¿Qué es el zen maestro?
- El abanico de seda me refresca con su airecillo- respondió el maestro.
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