Algunas particularidades sobre el pueblo subterraneo
"Se dice que tienen dirigentes aristocráticos y leyes, pero ninguna religión reconocible, ni amor o devoción hacia Dios, el Bendito Hacedor de todo. Desaparecen apenas han oído invocar su nombre, o el de Jesús (ante quien se inclina, de buen grado o a regañadientes, todo lo que mora sobre o bajo la Tierra: Filipenses II, 10), siendo incapaces de hacer nada después de escuchar aquel sagrado nombre. Todo aquel que sea tabhaisder, , o vidente (el que se relaciona con esta especie de familiares), puede conseguir, mediante un conjuro, y cuando lo desee, que se le aparezcan a él, o a otros, como hizo con los suyos la bruja de Endor. Los videntes cuentan que siempre se hallan solícitos a cumplir recados malsanos, siendo muy raramente portadores de buenas nuevas para los hombres. No se asustan al verlos cuando son ellos quienes los convocan, pero cuando los ven de improviso (como les ocurre con frecuencia) se espantan de manera extrema, y nada les gustaría más que poder librarse de ellos, debido a los odiosos espectáculos que suelen dar, como la tortura de algún wight, sus espectrales miradas, fijas y ansiosas, sus disputas y cosas así.
[Los subterráneos] no hacen todo el mal que, posiblemente, podrían hacer, y cuando son vistos no parece que sean presa de una gran pena, sino que, de costumbre, son callados y taciturnos. Se dice que tienen muchos libros de amables fábulas, pero el resultado de estas lecturas sólo se manifiesta a través de ciertos paroxismos de grotesco y coribántico regocijo, como si se sintieran arrebatados y sojuzgados, a cada instante, por un nuevo espíritu que entrase en ellos, más frívolo y festivo que sus huéspedes. Poseen otros libros, de significado tremendamente complicado, muy al estilo de los Rosacruces. No conservan nada de la Biblia, excepto algunos pasajes elegidos que usan como conjuros y contraconjuros, pero no para defenderse con ellos sino para ejercerlos sobre otros animales, ya que esta gente es invulnerable a nuestras armas. Y si bien (dada la unidad del espíritu de la naturaleza, que se manifiesta en todas las cosas reproduciendo e incrementando la violencia hecha a cualquier ser) el auténtico cuerpo de un licántropo o de una bruja puede resultar herido en el lugar donde mora, cuando el cuerpo astral con que se ha revestido recibe algún daño en cualquiera que sea el sitio en que se encuentre (al igual que suenan al unísono las cuerdas de una segunda arpa acordada con otra, aunque sólo haya sido pulsada la primera), aquella gente, a fin de cuentas, no posee un segundo cuerpo, o al menos no uno lo suficientemente material para poder ser atravesado, sino que éste es como de aire, pues tras ser dividido se vuelve a unir; además, al disponer de mejores médicos que nosotros, en cuanto sienten dolor a causa de algún golpe se procuran rápidamente la curación.
No se hallan sujetos a penosas enfermedades, sino que, en un determinado momento, que siempre acontece a la misma edad, menguan y vienen a menos. Algunos dicen que su continua melancolía es debida a esta condición pendular (análoga a la de los hombres a los que hace referencia Lucas XIII, 26), tan incierta en lo tocante a lo que pueda ser de ellos tras la última revolución, cuando se encuentren confinados en un estado inmutable; y que sus alegres accesos de hilaridad lo son a la manera de la forzada calavera o a la de una representación teatral, que más proviene de otros que de la cordial convicción de uno mismo."
[Los subterráneos] no hacen todo el mal que, posiblemente, podrían hacer, y cuando son vistos no parece que sean presa de una gran pena, sino que, de costumbre, son callados y taciturnos. Se dice que tienen muchos libros de amables fábulas, pero el resultado de estas lecturas sólo se manifiesta a través de ciertos paroxismos de grotesco y coribántico regocijo, como si se sintieran arrebatados y sojuzgados, a cada instante, por un nuevo espíritu que entrase en ellos, más frívolo y festivo que sus huéspedes. Poseen otros libros, de significado tremendamente complicado, muy al estilo de los Rosacruces. No conservan nada de la Biblia, excepto algunos pasajes elegidos que usan como conjuros y contraconjuros, pero no para defenderse con ellos sino para ejercerlos sobre otros animales, ya que esta gente es invulnerable a nuestras armas. Y si bien (dada la unidad del espíritu de la naturaleza, que se manifiesta en todas las cosas reproduciendo e incrementando la violencia hecha a cualquier ser) el auténtico cuerpo de un licántropo o de una bruja puede resultar herido en el lugar donde mora, cuando el cuerpo astral con que se ha revestido recibe algún daño en cualquiera que sea el sitio en que se encuentre (al igual que suenan al unísono las cuerdas de una segunda arpa acordada con otra, aunque sólo haya sido pulsada la primera), aquella gente, a fin de cuentas, no posee un segundo cuerpo, o al menos no uno lo suficientemente material para poder ser atravesado, sino que éste es como de aire, pues tras ser dividido se vuelve a unir; además, al disponer de mejores médicos que nosotros, en cuanto sienten dolor a causa de algún golpe se procuran rápidamente la curación.
No se hallan sujetos a penosas enfermedades, sino que, en un determinado momento, que siempre acontece a la misma edad, menguan y vienen a menos. Algunos dicen que su continua melancolía es debida a esta condición pendular (análoga a la de los hombres a los que hace referencia Lucas XIII, 26), tan incierta en lo tocante a lo que pueda ser de ellos tras la última revolución, cuando se encuentren confinados en un estado inmutable; y que sus alegres accesos de hilaridad lo son a la manera de la forzada calavera o a la de una representación teatral, que más proviene de otros que de la cordial convicción de uno mismo."
Robert Kirk; La Comunidad Secreta; Ed. Siruela, trad. de Javier Martín Lalanda;
pp. 44-45
pp. 44-45
Reseña del libro La Comunidad Secreta
P.D. Curiosa visión la del viejo Kirk sobre los fairies, seres crueles, melancólicos e inescrutables que contrasta mucho con la que tenemos nosotros de estos elfos, hadas o faunos seres ya completamente domesticados por nuestra conciencia racionalista y científica, seres pastelosos, cursis, buenos y repelentemente cándidos sin el menor brillo de lo natural sin el menor resplandor de lo salvaje.