jueves, mayo 15, 2008

Lolita de Nabokov

"Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos fue siempre Lolita."
V. Nabokov; Lolita, Parte Primera cap 1; traducción de Francesc Roca


Los clásicos, los clásicos siempre. Entre tanta lectura de estación, entre tantos best sellers efímeros, del tiempo, siempre los clásicos; porque Lolita de Nabokov es un clásico, un gigante de la literatura, no, no es la simple plasmación de una perversión, de un delirio, no es una novelucha erótica para viejos verdes (tengan la edad que tengan)... no, Lolita de Nabokov se eleva por encima de esas lecturas para pasar el rato como un archipiélago volcánico en el horizonte árido y monótono del Pacífico.

Porque Lolita siendo una novela tan difícil trata de algo tan obvio como de un amor imposible. Ese es el tema de Lolita, no la perversión, no la decadencia de la cultura norteamericana del motel, tampoco la pérdida de valores, Lolita de Nabokov es una novela de amor. Novela de amor doblemente trágica porque es una novela de amor imposible y porque lo imposible del amor no parte de las convenciones sociales típicas o de un enfrentamiento de afectos sino que la imposibilidad de amar está enquistada en el propio corazón del protagonista, Humbert Humbert, que confunde desgraciadamente la ternura sublimada por una adolescente con la lujuria y el desenfreno y que transforma su amor a la pureza y a la fragilidad en una patética pesadilla de deseo y abuso.

¿Ama Humbert Humbert a Lolita? Parece que quisiera amarla este pedante especialista en literatura francesa con un amor que tiene algo de platónico y mucho de literario pero Humbert como un Midas invertido transforma este amor en perversión y en voluntad de dominio pues ¿qué es la perversión sino un anhelo que se pudre en nuestra alma y se materializa en un mundo que no es el suyo? Ese es el drama de todo el libro, la conciencia de Humbert de lo imposible de su amor, la terrible conciencia de que las caricias de Lolita no le pertenecen aunque las tenga, la seguridad de que aunque abarque en sus brazos el cuerpo adolescente de Lolita su alma quedará siempre más allá de los tentáculos de su deseo. Terrible soledad la de Humbert que abraza a su amada y se sabe abrazando un fantasma de carne y hueso. Humbert cínico, Humbert apuesto, Humbert solo, Humbert loco pero también y sobre todo Humbert enamorado.

Dije que Lolita es una novela de amor pero también es un cuento de hada, tan terrible como son todos los cuentos de hadas en esta cruda realidad, en donde el dragón siempre vence y las doncellas son prostitutas. El Ogro Humbert atrapando a la pequeña princesa en su palacio de lujos y dólares intenta poner cada vez más espacio entre su pequeña y los caballeros andantes que rondan su castillo. No valen cercos, ni murallas, los fosos están ya en desuso, viajes locos y celos patológicos intentan encadenar a Lolita a un mundo sin futuro y desastrado. Y cuando llega al fin el caballero al rescate tampoco resulta ser tan diferente a Humbert Humbert, ese inane monstruo pentápodo que la encadena... bienvenida al mundo real Lolita.

Dejo al lector curioso un fragmento de la segunda parte del libro que trasmite la desolación bella que enhebra a toda esta obra maestra.

"Hubo un día, durante nuestro primer viaje -nuestro primer viaje circular, por así decirlo, por el interior del paraíso-, en que, para gozar en paz de mis fantasmas, decidí firmemente ignorar lo que no podía dejar de percibir: el hecho de que para Lolita no era un novio, ni un hombre arrebatador, ni un adolescente, ni siquiera una mera persona, sino tan sólo dos ojos y un palmo de congestionado cuerpo cavernoso, para mencionar únicamente cosas mencionables. Hubo un día en que, después de faltar a la funcional promesa hecha a Lo la víspera (no recuerdo en qué había puesto ella su cómico corazoncito, si era una visita a una pista de patinaje con un peculiar suelo de material plástico o una matinal cinematográfica a la que deseaba ir sola), pude ver desde el cuarto de baño, mediante una combinación fortuita de espejos y puerta abierta, una expresión de su rostro. No puedo describirla con exactitud, pero manifestaba un desamparo tan absoluto, que parecía diluirse en una nueva expresión, ésta más bien de confortable inanidad, precisamente porque ése era el límite de la injusticia y la frustración -y cada límite presupone algo tras él-; de ahí aquella actitud de neutralidad espiritual. Y si se tiene presente que aquellas eran las cejas arqueadas y los labios abiertos de una criatura, se apreciará mejor qué abismos de calculada carnalidad, qué reflexiva desesperación, me impedían caer a sus adorados pies y disolverme en lágrimas humanas y sacrificar mis celos a cualquier placer que Lolita esperara obtener mezclándose con niños sucios y peligrosos en un mundo exterior que era real para ella.
Y tengo otros recuerdos sofocados que ahora se desarrollan hasta formar monstruos informes de dolor. Una vez, en una calle de Beardsley iluminada por las últimas luces del crepúsculo, Lo se volvió hacia la pequeña Eva Rosen -yo llevaba a las dos nínfulas a un concierto y caminaba tras ellas, tan cerca que casi las rozaba con mi cuerpo-, y, con gran serenidad y seriedad, en respuesta a algo que había dicho su amiga acerca de que prefería morirse a tener que escuchar las opiniones sobre cuestiones musicales de Milton Pinski, un chaval de la ciudad de su misma edad al que conocía, observó:
-Lo terrible de morirse, ¿sabes?, es que ya no puedes contar con la ayuda de nadie.

Y, mientras mis piernas de autómata seguían andando, me impresionó el hecho de que, sencillamente, no sabía una palabra acerca de la mente de mi niña querida, y, que sin duda, más allá de los estúpidos clichés juveniles, había en ella un jardín y un crepúsculo y el portal de un palacio: regiones vagarosas y adorables, completamente prohibidas para mí, ajenas a mis sucios andrajos y a mis miserables convulsiones. Y es que a menudo había advertido que al vivir, como vivíamos, en un mundo de mal absoluto, nos sentíamos extrañamente avergonzados cada vez que yo intentaba conversar acerca de algo que ella y una amiga mayor, que ella y uno de sus progenitores, que ella y un novio sano y de verdad, que yo y Annabel, que Lolita y un Harold Haze sublimado, purificado, analizado, divinizado, habrían podido discutir con toda naturalidad: una idea abstracta, un cuadro, la poesía efectista de Hopkins o la imaginativa de Baudelaire, Dios o Shakespeare, cualquier cosa genuina. ¡Ojalá Dios lo hubiera permitido! Lolita acorazaba su vulnerabilidad mediante vulgares desplantes y aburrimiento, mientras que yo, al formular mis comentarios desesperadamente inconexos, utilizaba un tono de voz artificial que provocaba dentera en los pocos dientes que me quedaban y hacía que ella me respondiera con una rudeza que imposibilitaba todo diálogo entre nosotros. ¡Oh, mi pobre niña profundamente herida!
Te quería. Era un monstruo pentápodo, pero te quería. Era despreciable, y brutal, y lascivo, y cuanto pueda imaginarse, mais je t´aimais, je t'aimais! Y había momentos en que sabía todo cuanto sentías, y saberlo era un infierno, pequeña mía."
trad. cit. Parte II cap. 32

Sé feliz